Los fantasmas de mi cajonera... Primeros capítulos
📕Prólogo📖
Buscando entre los libros de cocina alguno que me facilite la labor de hoy y ponga claridad en lo que voy a hacer, me detengo fosilizada ante uno que había olvidado por completo. El mío. Imagínate el trance por el que estoy pasando.
Acaricio sus solapas negras como la noche donde no reza ningún título, pues, más que un libro, es una confesión de los momentos que en aquel entonces estaba viviendo. El enfrentamiento constante entre mis malos recuerdos y desencuentros y el decidir seguir adelante buscando una vida que ya había vivido, pero con ciertos cambios necesarios.
Me envalentono y abro el libro, que me muestra una página en blanco, y a mí viene el recuerdo del abrazo último que le di antes de guardarlo, en una ceremonia privada que se quedó solo para mí, donde el rito concluía con el gesto de cerrar sus tapas y guardarlo; y así, dar por finalizada aquella etapa de mi vida con buenos resultados, siendo consciente que otros malos momentos vendrían, pero que gracias a todo lo que había pasado los enfrentaría de otra manera. Me siento para ojearlo y de entre sus hojas cae una foto en la que aparezco con un vestido verde, y me doy cuenta de que casualmente es el mismo que llevo hoy puesto, surgiendo así la misma sonrisa que muestra la imagen, una que hizo emerger alguien que fue y es muy especial para mí, la misma persona a quien miro de reojo en esa fotografía casi al finalizar ese pedazo de mi recorrido. Me fijo de nuevo y observo que, ciertamente, es lo que pensaba, puesto que representa el resultado de lo que aconteció desde todos los puntos de vista posibles, tanto físico como mental y anímico.
Esta es la historia de una parte de mi vida. La etapa en que rompí con mi pasado hasta dar la oportunidad a un futuro feliz. Solo se trata del trozo de una vida más. Podría haber sido una historia llena de símiles y metáforas, podría haber sido una historia llena de adornos para hacerla más atractiva al paladar de la mente, pero ya no sería la mía. Dejaría de ser real, pues el mundo real está vacío de esas cosas. La realidad, la mayoría de las veces, es dura y en gran parte es porque nosotros la creamos así, puesto que nunca estamos contentos con nada. Pero amigo, cuando te regala cosas bellas, cuando te muestra su bondad... ¡cómo aprecias esos momentos! Entonces sí crees ver esas alegorías y tu mundo se llena de una niebla prácticamente cristalina con algunos matices coloridos.
Antes de empezar, solo te advierto una cosa, si crees que mi historia tiene moraleja o conclusión, lo siento, pero no la hay, o quizás sí... Bueno, eso solo tú podrás valorarlo. Lo único que te diré es que si en algo puedo ser de ayuda me veré recompensada por mostrarte este trozo de mi vida.
1. Las Tres Gracias
Cada viernes a las ocho de la mañana suena el despiadado despertador y me hago la remolona entre las sábanas de mi cama intentando dilatar el momento de la verdad. De ese modo, con la almohada sobre la cabeza pruebo a pasar desapercibida, pero noto cómo me vigila, cómo espera por mí. Levantando un poco el fleco de la sábana, miro hacia el baño y me parece intuir una luz roja procedente de ninguna parte, creada por mi imaginación; esa que me juega muy malas pasadas.
El despertador vuelve a sonar otra vez dándome su último aviso y sé que ya no puedo postergar por más tiempo el cara a cara con mi adversario.
Temerosa, lentamente, me quito de encima todo el material textil que tengo para luchar contra el frío, ese mismo que ahora me golpea con fuerza provocándome un leve y veloz temblor por todo el cuerpo. Sentada en el filo de la cama, con los brazos rígidos haciendo presión en el colchón con las manos, observo cómo apoyo en el suelo solo la punta de los dedos gordos de los pies y jugueteo con ellos demorándome un poco más.
Por una milésima de segundo dejo la mente en blanco y hago el amago de levantarme, pero no termino el gesto, pues me siento anclada a la cama, mi cobardía hacia la realidad puede más que cualquier cosa.
Esa noche había tenido un gran sueño, uno en el que todo era perfecto, incluyéndome a mí, pero pensándolo bien se trataba de una pesadilla porque solo tenía que mirar a la mesita de noche y ver la caja de pastillas mágicas que me ayudan a dormir, y así regresar a la cruda y amarga realidad.
El reloj me avisa de que tengo, exactamente, cuarenta minutos para ducharme, desayunar, vestirme y llegar al trabajo.
El trabajo... Otro sitio lleno de ejemplaridad.
Aburrida, hastiada y destilando negatividad por los cuatro costados miro temerosa hacia el pasillo que une toda la casa, desde la puerta de la calle hasta mi dormitorio. Allí se encuentra la puerta entreabierta del baño.
Treinta y cinco minutos para salir de casa y llegar al trabajo a tiempo.
Sin más, en un arranque de osadía extrema me quito el pijama y me quedo completamente desnuda y sin dar tiempo a que mis emociones vuelvan a adueñarse de mi cerebro, dirijo mis pasos hacia allí. Sigo sin pensar, aunque a lo lejos el pánico va haciéndose notar. Pero recapacito sobre si de todas maneras voy a terminar haciéndolo, para qué alargar más esa tortura.
Por debajo del mueble suspendido del lavabo se asoma mi detractor. “Te odio” pienso furiosa; “No sabes cuánto, pero te odio con toda mi alma”. Seguido a este pensamiento apoyo la parte delantera de mi pie en su frío cuerpo vidrioso y ejerciendo un poco de presión tiro de él para sacarlo de ahí. Odio su forma cuadrada y odio ese casi imperceptible sonido, tan significativo para mí, que me avisa de que ya está preparado.
Un par de óvalos rojos me observan desde abajo esperando a ser cambiados por otro tipo de forma, pero mis manos sudan y mi reflejo en el espejo me hace titubear... Bastante, además.
“Tengo que hacerlo. Por Dios, qué asco... Todos los viernes igual. Seré idiota” me recrimino tratando de infundirme valor.
Finalmente, subo un pie y luego el otro, entonando una plegaria que ni yo misma sé ni a quién va dirigida ni sobre qué habla. A los pocos segundos, otro ridículo pitido procedente de mi antagonista me hace volver de mi delirio, por lo que abro los ojos lentamente y lo que antes me imaginé como una mirada diabólica ahora ha cambiado mostrándome una cifra nada adecuada. Mi peso. El real. Aquél que es diferente al de mi sueño. El que me tiene amargada la vida. Aquél que no es adecuado para nuestra sociedad. Por el que desentono en la sección de moda y por el que me dieron un trabajo como dependienta en el departamento de tallas grandes de una gran cadena de ropa en algún rincón de la península, irónico, ¿verdad?
Quieres saber mi peso, ¿eh? Pues solo te daré una pista... Lleva un siete, tú eliges si delante o detrás... O puede que en medio. Lo único que te diré es que mi animadversión hacia ese número es más que patente, llegando a ser palpable en mi soporífero carácter, pues ese número lleva demasiado tiempo en mi vida, y justo cuando creo que va a desaparecer vuelve a la carga con más fuerza.
Supongo que ya sabrás quién es mi contrincante... Sí, has acertado. Mi archienemigo es la báscula.
No, no te rías o pienses que es ridículo porque a ti también te pasa. A todo el mundo le pasa y quien lo niegue es un hipócrita. Pero aquí el tema a tratar es el mío y el de mi siete, y si quieres que hablemos del tuyo cambia ese número por el que te preocupa y verás que no hay mucha diferencia.
Ya casi lo he dado por imposible, puesto que he probado todas las dietas habidas y por haber y lo único que consigo es estar cada vez más amargada. Una fue la del caldo. Caldo para desayunar, caldo para almorzar y para cenar, pero no te creas que es una sopa con sus trocitos de verduras, qué va, se trata de agua, agua con sabor y punto; para después de dos días desfallecida y yendo al váter cada dos por tres para mear tras tanta sopa, sin tan siquiera un triste tropezón aunque fuera una zanahoria, llega el momento crucial en el que termino comiéndome una caña de chocolate de madrugada, con tal ansiedad que aspiro hasta las migajas del envoltorio. Otra se trataba de comer todo lo que quisieras. Sí, sí, lo que lees. Lo único que tenía que hacer era tomarme unas pastillas antes de las comidas y un té asqueroso al terminar. Lo más normal es que pienses que no perdí peso, pues comía más que antes y, sin embargo, he de reconocer que sí perdí, a base de diarreas y vómitos, por lo que terminé en urgencias con un suero puesto para rehidratarme, para luego con el paso de los días recuperar el doble de lo que había dejado. Qué alegría, ¿eh?
Así puedo escribir un libro entero, relatando cada una de las dietas que he probado y fallado.
Pasada de vueltas en cuanto a angustia y apatía, me bajo de la báscula, y dándole un puntapié la devuelvo a su oscuro rincón, aquél del que nunca debió salir o incluso voy más allá, aquél que nunca debió ocupar. “Maldita sea la hora del día en que te compré” le recrimino antes de meterme en la ducha pensando en que ya no sabría vivir sin ella.
Allí enjabono mi cuerpo grasiento, lleno de curvas y más curvas, y recuerdo lo que dicen algunas mujeres desde detrás de las cortinas del probador de la tienda donde trabajo: “Lo bonito es una mujer con curvas y no esas tablas de planchar que hay por ahí”. A ver ¿quién coño ha dicho eso? ¿Curvas? Curvas las de la antigua carretera de Despeñaperros, por Dios ¿de qué va todo esto? ¿A quién queremos engañar? De verdad que no quiero ofender a nadie, pero una mujer de curvas suaves o como alguna persona denominaría “rellenita” está bien, es pasable, pero más de eso no, y no me discutas que sé de lo que hablo, que veo los anuncios de televisión y allí no hay mujeres como yo, así que no somos aceptadas y punto.
Con una toalla enrollada en la cabeza voy hasta mi habitación para ponerme el uniforme de trabajo. Ese es otro tema a considerar. Lo sé, lo sé, esto es angustioso pero deja que te lo explique y entenderás el porqué de mi indignación y de mi aburrimiento eterno.
La vestimenta consiste en una camisa blanca de botones, una chaqueta azul marino y una falda de tubo por debajo de la rodilla, y para rematar unos zapatos de descanso, de esos tan “bonitos” que te hacen lucir unas piernas cuarenta años más viejas que las tuyas, eso sí, a juego con el color del traje, faltaría más. Atractiva no estaré, pero cómoda, eso no se puede discutir. En fin, obviando el insignificante problema que es la belleza de la indumentaria, entraré de lleno en el que de verdad me importa. ¿A quién se le ocurre poner una falda entubada a una persona de mi envergadura? Por favor, ¡que me rozan los muslos! Ya lo sé, puedo arreglarlo con unos culotes debajo o unas medias, y también puede crearse tal sauna en esa zona que adelgazar el resto del cuerpo no lo haré, pero las partes bajas ya lo creo que sí. Y la camisa, eso es otro dilema, señores ¡que se me abren los botones!, que me tengo que poner un imperdible por dentro para evitar el tema, y te puedo asegurar que se me ha abierto más de una vez llevándome un buen pinchazo entre las tetas. Y ya de la chaqueta ni hablemos. A ver qué hay de cómodo con este traje, ¿entiendes ahora mi enfurruñamiento?
Total, que termino de vestirme y me toca peinarme e intentar parecer guapa con un poco de maquillaje. Me quito la toalla de la cabeza y los mechones de mi poco agraciado pelo ondulado caen aburridos a los lados de mis hombros, mostrando el color rojizo del último cambio al que lo he sometido en un intento fallido de darle un poco más de vida, y ahora que lo pienso, si no fuera porque mis cejas siguen teniendo su color rubio oscuro natural ni recordaría cuál es su verdadero tono, pues me lo he cambiado muchas veces en los dos últimos años.
Después de cepillarme el pelo a conciencia resolviendo con agilidad el tema de los enredos, termino recogiéndomelo en un moño bajo. Ya, tampoco es que así consiga verme más bonita, pero es que no tengo ganas de nada ¿vale?
Turno del maquillaje. Bueno, para empezar, diré que hubo un tiempo en el que la gente decía que era guapa. ¿Cuál es mi opinión? Mejor me la reservo. Compón tú mi cara y decide si prefieres imaginarme fea o guapa. Mi tez es rosada, sin marcas de acné, aunque sí que tengo un par de lunares (uno en la mejilla y otro encima del labio), disfruto de una piel tersa de treinta años de edad, la forma de mi cara es de diamante y a pesar de mi peso tengo unos pómulos marcados. Mis labios son gruesos y los suelo pintar con tonos nude, pues pienso que, si lo hiciera de rojo, ni en cincuenta vidas sería capaz de apartar las miradas de ellos, y yo intento por todos los medios pasar desapercibida. Muestro unos ojos verde aceituna rodeados de unas pestañas espesas, a los cuales solo añado rímel, de estructura normal tirando a tristes, aunque eso no ha sido siempre así, pues hace poco más de dos años lucían muy alegres… aunque ese es otro tema; por suerte, están coronados por una cejas arqueadas y firmes de nacimiento, tan perfectas que nunca he tenido que retocarlas.
Preparada para la batalla diaria, voy a la cocina con el firme propósito de empezar una nueva dieta sin nombre, es decir, comer sano. El problema está en cuando tengo que elegir entre comerme tres cucharadas de cereales de caballo; una triste tostada con mermelada light y un café con leche desnatada, o ese mismo café pero con un croissant de mantequilla en la cafetería de abajo. ¿Qué crees que terminaré haciendo? Exacto, poniendo como excusa el que si me entretengo en hacer el desayuno llegaré tarde al trabajo decido comprarme el croissant y comérmelo por el camino, que, por supuesto, haré andando para no sentirme tan mal.
* * *
Al salir de la confitería corroboro que la mañana es más fría de lo que en un principio me había parecido, y doy las gracias por haberme abrigado bastante; aunque, por otro lado, pienso que entre la bufanda, el gorro, los guantes, mi abrigo con relleno de plumas, el bolso y mi peso, no tendría problema en echar a rodar calle abajo y así llegar velozmente a la puerta de la tienda. Sin embargo, apartando ese pensamiento, portando en una mano el café con leche desnatada y dos de sacarina, y en la otra un croissant de mantequilla con mermelada de fresa, me encamino al trabajo.
Cuando llego compruebo que casi todas las chicas ya están allí y que, como siempre, algunas de ellas me miran de forma reprobatoria; no obstante, para no variar, me olvido de ellas, bastante tengo yo con mirarme de esa misma manera cada mañana en el espejo, por lo que me entretengo hablando con Susana, una de las dependientas, con la que tengo algo más de afinidad, puesto que nunca he sentido por parte de ella rechazo o censura.
—Buenos días, Manuela —pues, sí, no te lo había dicho pero también gozo de un nombre “maravilloso” que mi madre tuvo el gusto de elegir cuando nací. A veces cuando lo escucho pienso que puede que no fuera una niña deseada y que en venganza me bautizó con él.
—Buenos días, Susana. ¿Qué tal?
—Bien. A la expectativa de saber cuánta mercancía nos entrará hoy —contesta restregándose las manos a modo de darse calor.
—Espero que la suficiente para que mi turno pase volando — alego aburrida.
—Ya. Lo que pasa es que me parece que hoy me toca abrir las cajas.
—Vaya, pues que te sea leve. Si puedo me escapo para echarte una mano —lo que sea por quitarme de en medio un rato, aparte de que, realmente, me entretengo con Susana, pues no gozo de muchas amistades, ya que las perdí a casi todas cuando... Mejor me alejo de ese pensamiento porque si no voy a salir pitando para comprarme un paquete de patatas fritas y ahogar así la ansiedad que me produce ese tema.
—Ojalá pudieras ser tú, pero creo que van a poner a Esmeralda conmigo.
—Ah, vale —vaya mala suerte que tiene la pobre, nada menos que con Esmeralda, la arpía que se esconde tras una piel y rostro humano, eso sí, de diez, y que no deja a nadie sin darle un buen repaso, sobre todo a mí, que tendré mi peso, sí, pero el michelín no enturbia mis oídos—. Entonces sí que es verdad que necesitarás paciencia. De todas maneras, pasaré a saludarte a la hora de mi desayuno, a eso de las once, y si no está la “simpática” me cuentas qué tal fue el cumpleaños de tu hermano.
—Claro... Siento no haber salido contigo a tomar ese café que me propusiste pero entiendes que era imposible anular la cita, ¿no? — Parlotea, obviamente, preocupada. ¿A que es un cielo?
—Mujer, si no entiendo eso, entonces es que, realmente, estoy muy mal. Anda, no seas tonta y no le des más vueltas.
—Tienes razón. Te estaré esperando —dice alegre mientras se escucha a la encargada abrir la puerta de la tienda, dando por zanjada la conversación y nuestras vidas, ahora toca convertirnos en máquinas de hacer dinero para el bolsillo de otro y además fingir que el mundo es maravilloso.
Rápidamente, dejamos nuestras pertenencias en el despacho de la encargada, que está en el extremo opuesto a la entrada de la tienda, y volvemos a ocupar nuestros puestos.
La planta de ropa femenina se divide en varias secciones que ahora mismo te expondré para que sepas ubicarte. A la derecha de la entrada se encuentra la parte juvenil y urbana, seguida de creaciones sexys para las más atrevidas (aquellas que nunca me pondré), y a la izquierda se pueden apreciar vestidos de corte elegante, precediendo a los conjuntos destinados a las noches más glamurosas (aquellos que nunca luciré). Cada área goza de sus propios probadores. Continuamos con la zapatería, complementos y ropa interior, y en un rincón, como si se hubiera arrojado de cualquier manera y sin ninguna gracia, se encuentra mi departamento, el de tallas grandes. ¿Es que nadie se ha dado cuenta de que para llegar hasta mí, mi voluminosa clientela necesita pasar por las otras secciones para cuerpos estupendos? ¿Que con un pantalón de los del mío se pueden hacer dos de los otros? Así, por supuesto que algunas veces llegan desanimadas y me dicen que mejor vuelven otro día, mientras echan miradas furtivas hacia las otras prendas.
Una vez te he expuesto el mapa de mi entorno laboral, seguiré relatando el día que me compete, a modo de ejemplo de lo que rodea mi vida, así entenderás más de una cosa.
Mientras saco de debajo del mostrador el limpiacristales y las servilletas para repasar los espejos de los probadores y la zona del aparador, saludo a Susana que desaparece junto a Esmeralda dirección al almacén, que está a pocos metros de mi campo de acción, y atisbo que aunque había mirado ligeramente hacia mi posición no me devuelve el saludo e intuyo que, posiblemente, no me haya visto.
Pasado un rato en el que he intentado mantener mi mente en blanco protegiéndome de la cifra que esta mañana se reflejó en la báscula y así evitar que mi carácter de por sí huraño se agrie todavía más, la encargada hace su aparición un instante por el departamento de tallas grandes, para comunicarme que es necesario que saque dos raíles en vez de uno, ya que la cantidad de mercancía se ha duplicado por la inminente llegada de la navidad.
De ese modo, me suplanta mientras voy a por ellos al almacén.
He de decir que mi relación con la encargada es meramente cordial, no existe ningún tipo de sentimiento ya sea de rechazo o afecto entre nosotras, por lo que nuestras conversaciones son, exclusivamente, sobre temas de trabajo; a esto he de añadir que prefiero mil veces ese tipo de vínculo que sentir el asco que provoco en la mayoría de mis compañeras, puesto que con este no se siente dolor.
Cruzando los dedos porque la “gran” persona que es Esmeralda haya tenido que abandonar por cualquier causa su puesto en el almacén, entro de puntillas con cuidado de no hacer ruido para darle una sorpresa a Susana, y así conseguir que pase un momento de risas en medio del coñazo que es su labor en el día de hoy. Sin embargo, con pesar escucho que, efectivamente, sigue en su puesto manteniendo una conversación con Susana, y percibo que por el tono que usan es evidentemente secreta, pues hablan entre cuchicheos, y opto por quedarme unos segundos parada detrás de una estantería escuchando, ya que necesito respirar un par de veces antes de ver la cara de la perfecta Esmeralda.
—Fíjate qué falda... En esta caben tres como tú —¿Qué te parece? La indiscutible voz de Susana es apenas un susurro, pero un susurro que como comprenderás cae sobre mí como un enorme grito, pues la única amiga con la que contaba en el trabajo se me presenta como una persona nueva, un sujeto hiriente.
—Ya lo creo. ¿Y has visto qué blusa? Parece un paracaídas —en cambio, ese mismo tono y comentarios no me resultan tan quejumbrosos por parte de la otra, puesto que es un diario para mí. Sin embargo, apenas le hago caso, pues lo de mi supuesta amiga me tiene atónita, ¿o acaso a ti no te habría dejado estupefacta?
—Joder, tía, a veces no entiendo a la gente tan gorda —¡Vivir para ver... y sentir! No puedo evitar abrir los ojos tanto, y sin pestañear, que hasta siento escozor en ellos, o puede que sean lágrimas, no lo sé, lo que sí sé es que tengo unas ganas locas de abalanzarme sobre ellas y arrancarles los ojos, ¿tú qué dices? Puedo estar gorda, pero estoy segura que de un mandoble podría estamparlas contra la pared. No obstante, me acerco todo lo que puedo al filo de la estantería tratando de ver algo sin ser descubierta, y veo que mientras hablan, Susana sigue sacando ropa y contabilizando, mientras la otra mira una falda con verdadero asco.
—Yo tampoco entiendo cómo una persona si no es por cuestiones de salud puede llegar a esos niveles, porque mira, si yo llegara a una tienda y me encontrara teniendo que desplegar tanto los brazos para mirar al completo la prenda que me quiero comprar, te aseguro que terminaría suicidándome.
—Mujer, no seas así.
—Que no sea cómo. ¿Acaso me dirás que te daría igual estar como Manuela? —¿Cómo no voy a salir yo a la palestra? Esta tía está obsesionada conmigo y eso que la ignoro.
—Esmeraldaaaa... —advierte Susana como quien regaña a un crío.
—¿Qué? Venga, contéstame, ahora mismo no nos escucha, no vas a hacerle ningún daño. Venga, sé sincera por una vez y dime la verdad. ¿O es que en el lote de no entiendo a la gente tan gorda ella no entra porque es tu amiga? Te prometo no decir nada.
—Está bien —levanta su cabeza del papeleo para mirarla con una ceja levantada—. La verdad... la verdad es que considero que Manuela es una chica con una cara muy bonita, pero con un cuerpo que no le favorece nada, y que si se lo propusiera podría llegar a ser preciosa.
—Hija, qué diplomática eres.
—No es eso. Para mí Manuela no es un cuerpo, es una persona y no voy a dejar de hablar con ella porque tenga unos pocos kilos de más —observo cómo vuelve al trabajo satisfecha porque lo que en un principio me alarmó negativamente ha caído en saco roto devolviéndome a mi amiga. ¡Menos mal!
—¿Pocos?
—Esmeralda, no te pases.
—¿Que no me pase?... ¿Por eso le mentiste ayer con lo del cumple de tu hermano?
¡¿Quéééééé?! Espera, espera, que esto aún no ha terminado.
—Eso es un golpe bajo.
—No tan bajo, es una realidad.
—Sí le mentí, pero para no hacerle daño.
¡¡¡¡¡¿¿¿¿????!!!!! A ver, ¿qué puede significar eso? Las rodillas me empiezan a flaquear.
—Y qué pasará si se entera, ¿acaso crees que le dolerá? Con lo pasota que es no lo tomará ni en cuenta. ¿Crees que con todas las que somos no se terminará enterando de que estuvimos celebrando la despedida de Lidia y que nadie excepto tú quería que viniera? — Su tono es bastante incisivo, no sé si podré soportar esto sin salir de mi escondrijo como un espectro en busca de venganza.
—Mira, no se lo dije por su bien. Y sí, claro que le dolería. Y ahora te pregunto yo ¿acaso crees que los kilos le hacen no tener sentimientos? De verdad que no entiendo por qué no os gusta.
—Hablaré por mí. La realidad es que me avergüenza, fíjate la ropa que usa, no puedo comprender cómo trabajando en una tienda de moda va por la vida con un chaquetón color rojo con relleno de plumas; y además no me cae bien. Y creo que lo mismo pasa con el resto, de lo contrario no hubieras sido la única en proponer que también se lo dijéramos.
—Si ni siquiera le habéis dado una oportunidad.
—Manuela es antipática, rancia y gorda a partes iguales, no me dirás que te mondas de risa con ella.
Por Dios, ¿qué hacer? No sé qué sentirías tú pero a mí me falta el canto de un duro para... para... ¡para hacer algo!
—No me importa si no es chistosa, lo que me interesa es que es buena persona, y te puedo asegurar que por lo que la conozco apostaría que no siempre ha sido así y que tiene que haber pasado algo para que tenga ese carácter.
—Luego aceptas que no es simpática.
—Basta, Esmeralda, no es que Manuela sea mi mejor amiga porque, realmente, no me deja serlo, pero eso no quiere decir que te deje insultarla delante de mí, por lo que te pido que zanjes ya el tema —¡olé por Susana!
Finalmente, decido salir de allí sin hacer ruido, la respuesta de Susana ha sido suficiente, aunque no puedo mentir diciendo que no me hayan molestado ciertos comentarios que sin haber sido los primeros, pues son casi un diario en mi vida, quiera o no son dañinos y pegan fuerte en mi antipático aunque frágil corazón.
Pesarosa, me encamino a los servicios del personal para echarme un poco de agua en la nuca y así disipar el malestar que me oprime el pecho. No sé por qué, pero cuando pasan estas cosas me siento como un saco de boxeo al que la gente ve insensible e inservible, y a pesar de que estoy de acuerdo en eso de mi poca utilidad, sí que siento, y eso me mata; puesto que me gustaría ser una estatua o mejor dicho, una de las mujeres que salen en el cuadro de Rubens llamado “Las Tres Gracias”, en el cual las otras no tendrían cabida, pues físicamente no darían la talla, aunque, si en todo caso fueran representadas, una sería la belleza inocente, otra la salvaje y yo sobresaldría como la pura y adorada del momento.
En el escaso trayecto que me lleva hasta el lavabo, medito sobre lo sucedido. ¿Cómo me debería tomar los comentarios por parte de Susana? En un principio se ha reído de la gente que como yo tienen que usar esos... ¿Cómo han dicho?... Ah, sí, paracaídas... Pero ha resultado que yo no estaba en el lote. Sin embargo, ¿no piensa eso en realidad? Aunque así también pensaba yo. Estoy hecha un lío. “A ver, mejor me centro, porque ahora estoy de subidón y no pienso con claridad. Inspiro, espiro, inspiro, espiro. Mejor”, me digo con los dientes apretados. Se me ha tachado de hortera... Sé que no voy a la moda, pero es que me da igual, no me siento bien conmigo misma y descuido mi presencia, voy limpia ¿qué más quieren de mí? Por mí llevaría el uniforme que tan incómodo me resulta de manera perenne, para así no tener que pensar en lo que ponerme día a día, aunque, por otro lado, no es que salga demasiado para tener que batallar contra ese asunto. También se me ha tachado de antipática. Lo soy, así de claro... ¿Y qué? ¿Voy yo pidiendo caer bien a la gente? Hace dos años era una chica normal, con ganas de vivir, con inquietudes y planes de futuro hasta que... Bah ¿qué sabrá esta gente de mí? ¿Y qué cojones les importa además? ¿Voy yo pidiendo explicaciones? ¿Voy yo cotorreando de su perfección física e imperfección de espíritu? Son como una manzana podrida, bonitas por fuera y llenas de gusanos por dentro. Excepto Susana, que a pesar de sus comentarios me ha demostrado ser una buena persona enfrentándose a Esmeguarra... Jajaja, bueno ¿eh? A partir de ahora ese será su mote. Con todo respeto a las llamadas Esmeraldas; chicas, vosotras no tenéis nada que ver con esa… con esa zorra, estoy segura de que sois geniales e ideales.
Volviendo al asunto, al parecer, el haber hecho las paces imaginarias con Susana y sobre todo el haber encontrado un apodo que le viene como anillo al dedo a Esmeralda, me han hecho sentir mucho mejor; y más calmada resuelvo volver para coger los raíles, pues mi encargada me va a matar como tarde mucho más.
Para zanjar el día entro en el almacén haciendo bastante ruido y llamando a Susana, para que sepa que estoy ahí. Y gracias a la divina providencia compruebo que la otra no está y puedo charlar unos segundos con ella sin tener unos ojos oscuros maliciosos taladrándome la sien. De ese modo, adoptando una última determinación, no le comento nada acerca de su mentira piadosa, para no complicar más el tema y al menos tener una aliada en el entorno laboral y puede que si me abro un poco más también en el social.
2. ¿Saturados o insaturados?
Esa es la cuestión.
El día de la compra es uno lleno de conflictos y remordimientos, y si estás en mi situación ya verás cómo te ves reflejada en él; si bien sé, con toda seguridad, que si no lo estás también te verás identificada aunque sea en un uno por ciento.
La contabilidad de las calorías está de moda y yo no voy a ser menos que nadie, así que cuando llego al súper me tiro de lleno a las matemáticas, pues nada más entrar me propongo, firmemente, hacer una compra sana, por lo que me tengo que mantener bastante alejada de ciertos pasillos con productos que aparte de sabrosos también pueden llegar a ser morbosos.
En mi cabeza retumban algunas de las frases de disculpa que uso más a menudo de lo que realmente debiera: “Total, por un día” y me como un bocadillo de chorizo; “Por una vez... Además, me lo merezco” y me zampo una hamburguesa con queso, huevo y bacón, eso sí, también lleva su lechuga y su rodaja de tomate, ya sabes, para contrarrestar... ¿?; “Es que cuando me va a bajar la regla el cuerpo me pide azúcar”, primero, el cuerpo no es otro tú, tú eres tú, entera, y si tienes ganas de azúcar te aguantas o te tomas un té con sacarina, pero no, yo no, yo me meto entre pecho y espalda una tableta entera de chocolate seguida de un paquete de patatas fritas con sabor a queso. Fantástico, ¿verdad? Y recordando todas estas meteduras de pata me encomiendo a algún dios benevolente para que me ayude a no caer en la tentación de dos de los pecados capitales, como son la gula, por mi glotonería, y la pereza, por el pasotismo que tengo normalmente hacia mí y los demás, cayendo de nuevo en el primero, y así me hundo cada día más en ese círculo vicioso. De este modo, pido a ese Todopoderoso Redentor que ahogue estos pecados con sus opuestas virtudes, como son la templanza y la diligencia, y así por fin comenzar una nueva vida que me favorezca. Con esto no quiero decir que por estar grueso no se pueda vivir, pero yo sí me lo tomo como un comienzo. ¿Estaré equivocada? No tengo ni idea pero ahora mismo en mi vida no hay horizonte al que mirar, pues todo alrededor es de color negro, así que no sé en qué acabará, esperando con ansiedad que pase a ser al menos gris oscuro.
Total, que cesta en mano y chaquetón de plumas rojo puesto, respiro profundamente para librar la dura batalla contra mi yo pecaminoso.
Decido empezar por el último pasillo, el dedicado al aseo y así, poco a poco, calentar. Cojo el champú con olor a limpio que llevo usando toda la vida, acondicionador no necesito, lo que sí me hace falta es el enjuague bucal. Entonces la veo: una caja de tinte para el cabello que muestra un color berenjena precioso. ¿Qué hacer? Lo cojo y observo que además es una especie de espuma súper fácil de aplicar... “Uy uy uy, me parece que voy a caer en la tentación... ¿Estaré guapa con ese color? Ay, pero es que me cambié el color del pelo hace tan solo dos semanas...”. Así paso cinco minutos en los que repito constantemente la misma acción, cojo caja, suelto caja, la tomo, la devuelvo a su sitio, le doy otra vuelta... Hasta que se acerca la chica de los cosméticos y me pregunta si necesito ayuda con una amabilidad tan falsa y sobrepuesta que hace que salga del embrujo del mágico tinte y parta despavorida hacia otro callejón. Mas, sin ni siquiera darme cuenta, desembarco en el de las galletas, los dulces y el pan recién hecho. “¡Mierda y más mierda!” berreo como loca en mi interior, con los ojos salidos de las cuencas y la boca que se me hace agua ante el olor del pan recién tostado.
No sé si a ti te pasará pero es que para mí es realmente una odisea.
Total, que tomando aire de nuevo e intentando limpiar el sudor de mis manos, complacida por haber logrado evitar la tremenda seducción a la que he sido sometida, vuelvo a la carga con más ganas que nunca de terminar, pues estoy segura de que esta vez sí que lo conseguiré.
—Señora, ¿quiere probar nuestros mantecados caseros? —¿Señora? ¿Quién me ha llamado señora? Porque no puedo ser yo, y, sin embargo, frente a mí, con una sonrisa igual de falsa que la anterior, hay una chica uniformada con un mandil blanco y un gorro donde recoge su pelo, supongo que por higiene (aunque el flequillo lo lleva por fuera), que me devuelve a la realidad de sopetón, y de qué forma. Claro, ¿a quién le va a preguntar? Pues a la gorda de turno, a la que tiene la cara de zamparse no solo los mantecados, también los polvorones y alfajores, y ya puestos hasta las peladillas que nadie quiere. “Me cago en la... Mira que es grande el supermercado, ¿se tiene que venir para mí?”. Entonces, sin poder evadir la acción, los ojos caen delicadamente hacia la bandeja encontrando unos deliciosos dulces navideños, sin embargo, todavía están ahí los restos de la satisfacción por haber ganado la batalla en el pasillo anterior, por lo que rechazo el ofrecimiento con la boca pequeña y sigo mi camino con un calor tremendo, puede que debido a mi chaquetón de plumas, pero también creo que debo sumarle el deseo no complacido por cada una de las cosas a las que he sido expuesta.
Mi siguiente parada es en la pescadería. Pero de nuevo surge un grave no, gravísimo problema, pues esta se encuentra frente al departamento de snacks, con sus deliciosos tentempiés. Y de repente, hace su aparición el diablillo que estimula mi voracidad y tengo que dar un gran grito interior llamando al querubín para que, dadas las circunstancias extremas, me ayude a derrotar a ese contendiente, mientras echo miradas temerosas hacia los paquetes de tortitas mejicanas y sus correspondientes salsas que me indica el Belcebú de mi hombro derecho. Por suerte, justo cuando voy a dar el primer paso hacia allí, completamente derrotada, un hombre entrado en años, con bastón y gafas de sol hace su aparición en mi campo de visión pidiéndome la vez para el turno de pescadería, volviendo así a traerme de vuelta. “¡Uf, menos mal! No sabes cuánto te quiero” pienso contestando de forma amable a su pregunta, y miro al inocente serafín de manera censuradora por su cuestionable entusiasmo durante la cruda contienda.
—Vaya frío hace —me dice amistoso el hombre de cabeza repleta de canas, y de unos setenta y muchos años de edad, entretanto se restriega las manos enguantadas en cuero negro.
—La verdad es que sí.
—¿Está usted bien? —Se interesa.
—Sí —respondo extrañada ante la pregunta tan cercana.
—Perdone, no es de mi incumbencia.
—No se preocupe, no es nada —contesto sin mirarle a la cara.
—¿Sabe? Tengo un nieto de su edad.
“Joder, pues sí que se aburre este hombre” pienso mientras le contesto con desgana.
—Qué bien.
—Lo siento, la estoy incomodando —al parecer se ha dado cuenta por fin de su indiscreción, y vuelve a mí un pensamiento aún no desarrollado que cada vez se hace más certero, titulado “Las personas mayores pierden la compostura con el paso de los años.”
—No se apure —digo evidenciando todo lo contrario.
—A lo mejor lo conoce. Se llama Alejandro —y dale perico al torno. Creo vivazmente, que este hombre no me va a soltar ni para pedir la merluza, y me están entrando unas ganas locas de dejar el tema de los omegas 3 y 6, y pasarme al asunto de las grasas saturadas, pues me está agobiando cantidad la espera de alguna perlita debido a la edad.
—No creo que lo conozca.
—Sí, mujer. Es bombero.
—Perdone pero, definitivamente, no lo conozco... —y añadí entre tímidos e inaudibles murmullos mirando de soslayo mi grosor—. No creo que se fije en una mujer como yo... Ni para una amistad.
—Eso que usted dice es duro, porque yo la encuentro muy bella —aclara con su amabilidad ilimitada en tanto me pregunto cómo ha podido escucharme.
—Si usted lo dice —le sigo el rollo como a los locos.
—Lo que a mí me parece es que es demasiada mujer para cualquier hombre, excepto para mi nieto —lo que yo te diga, delirios mentales, pero la edad no le otorga ningún derecho para reírse de mí. De ese modo, sin ni siquiera parpadear, suelto lo primero que me viene a la boca girándome hacia él.
—Perdone, ¿pero se está riendo usted de mí?
—No veo por qué.
Entonces al mirarlo de frente me fijo en que sus movimientos no son muy coordinados y que me habla mirando, prácticamente, en otra dirección, por lo que pensando en su descaro decido comportarme de la misma manera para salir de dudas y comprender algunas cosas.
—¿Es usted invidente?
—Mujer, ¿si no, para qué voy a llevar unas gafas de sol dentro de un supermercado? —sonríe de lado mostrándome una boca surcada de arrugas pero atractiva.
—Eso lo explica todo —respondo para mí más que para él.
—El qué.
—El que no haya visto que soy gorda... como una ballena — explico con una pequeña punzada en mi grasiento corazón, a pesar de que lo que le he dicho lo pienso de verdad.
—Sigue siendo muy dura consigo misma... No veo el físico, pero sí algo mejor: a la persona, lo que desprende, y usted a pesar de exhalar hostilidad, en su halo puedo encontrar un brillo oculto muy especial y maravilloso.
“Joder, al final el viejo me va a hacer llorar”, advierto reprimiendo un puchero.
—Siguiente.
Y sigo mirando al anciano.
—Siguiente, por favor.
Y no puedo apartar la mirada de él preguntándome cómo un hombre que no me conoce de nada ha sabido tocarme la fibra incluso más que mi madre con sus discursos cada vez que voy a verla.
—Creo que es su turno —me advierte el anciano levantando su bastón para indicar hacia el frente.
—Ah, sí, perdón —y pido la merluza que buscaba recordando retazos de mi vida pasada, una mejor que se truncó. Qué suerte la mía. ¿Ves? Supongo que ahora entiendes el por qué te advertí que venir a comprar para mí es una odisea, cuando no es por una cosa, es por otra o todo junto.
El nudo en mi garganta me oprime más que si se tratara de una soga, puesto que las imágenes que revivo son muy dolorosas y arañan mis retinas sin misericordia.
—¿Está bien? —pregunta la tendera por lo bajo mientras me da la bolsa con mi pedido.
—Eeehh... Sí, gracias, creo que se me ha metido una mota en el ojo —miento como buenamente puedo restregándome un párpado.
—¿Seguro?
—Seguro, deme ya la merluza, por favor —le exijo a la entrometida pescadera. ¿Pero es que hoy es el día de las buenas acciones con la foca? ¿Tanta pena doy?
Acto seguido, merluza en mano, me doy la vuelta apesadumbrada para continuar con mi periplo, y justo cuando giro casi me doy de bruces con el anciano, quien se despide con un particular hasta pronto, pues sale de sus labios medio susurrado. “Cualquiera diría que está tratando de ligar...”. Madre mía ¿no crees que esto es un poco surrealista?
—Adiós —contesto prácticamente a la carrera.
¿Qué ha sido eso? En serio que mi vida a veces es de lo más entretenida, pero mira que echarme los tejos un viejales, ya podría haber sido su nieto el bombero... Aunque lo hubiera hecho de broma me habría alegrado el día. “Ay, un bombero que apague el fuego que llevo acumulado...” y tras este pensamiento una punzada va desde mis pies hasta la ingle y de ahí toma rumbo a mi clítoris que cimbrea haciendo que mi vagina tiemble por la necesidad sexual. De verdad que necesito desahogarme.
De ese modo, llego al callejón de las frutas y verduras, y aquí es donde me explayo sin remordimientos.
A ver, las zanahorias cortadas en palitos para los momentos de tentación, las manzanas para mantener mi estómago a raya, pues me llenan cantidad, los arándanos rojos para alegrar las ensaladas, y la salsa césar para... ¡Espera! ¡La salsa césar no! ¿Ves cómo tengo que tener los ojos bien abiertos? La tentación está ahí. Ahí esperando un descuido. “¡Orrrgghhh, joder!” exclamo mientras dejo el bote donde le corresponde... en mi cesta. ¡No! ¡¿Otra vez?! En su sitio, en la estantería del supermercado. ¡¿Lo ves?! Es como si mis dedos fueran los tentáculos de un pulpo y los productos se quedaran adheridos a sus ventosas. Pero qué casualidad, ¿no? Siempre son los de mayor aporte calórico.
“Vamos, Manuela, ya casi has terminado. Un callejón más y para casa”, me animo con algo de inquietud, ya que voy directa al reino de quesos, embutidos, carnes e hidratos de carbono.
Giro al nuevo pasillo y justo en ese momento me choco de lleno con un muchacho guapísimo, el cual, por suerte, no es desagradable y con un sencillo perdón con su correspondiente sonrisa de infarto, que, curiosamente, me recuerda a la del anciano de la pescadería, sigue su camino dejando un reguero de babas procedentes de todas las mujeres que hay alrededor, y yo sigo el mío uniendo mi saliva a las de ellas. La falta de sexo a estas alturas es más que notable.
Sin mucho esfuerzo devuelvo mis alborotadas hormonas a uno de los cajones del mueble de almacenaje nada sofisticado del que se compone mi cerebro y mi corazón, pues lo tengo dividido por ramas para mantenerlo todo bien ordenado y así nada salga sin ser visto. Por lo que emociones, sentimientos y reacciones naturales tienen su emplazamiento en él, y por nada del mundo quiero que eso cambie, ya que me costó lo mío lograr que fuera el que es ahora.
Entretanto, distraída con este y aquel artículo, sigo chocándome con los carros y traseros de las personas que, sonrientes, hacen sus compras de navidad. Unos metros más y a mi derecha descubro el pollo, el pavo y demás carnes poco grasas resolviendo el asunto rápido y sin piedad. Y con la cabeza gacha y mucha fuerza de voluntad llego a la línea de caja donde se exponen los putos mantecados caseros como degustación para hacer caer a la clientela en la tentación y, finalmente, comprarlos.
“Paso... Paso del tema. ¡Me cago en la mar! Por Dios qué pintan tienen. ¡Pero no, no y más no! He de mantenerme firme”. E inclinando la cabeza hacia mi cesta saco la compra evitando todo lo posible mirar hacia los mantecados, los cuales en un descuido veo alumbrados por un potente foco, posiblemente creado por mi perversa mente, mostrándome otra vez lo sabrosos que tienen que estar. Entonces, mi entendimiento vuela y me imagino sentada en la cocina, sin un ruido en toda la casa, tan solo el tic tac del reloj que en mi cabeza se escucha más pausado de lo normal, en una mano un delicioso capuchino y sobre la mesa un plato con tres mantecados de diferentes sabores, y mi mano que se mueve a cámara súper lenta toma uno y me lo acerca a la boca, causándome una salivación excesiva, entonces cuando, finalmente, derrotada voy a coger una bandeja escucho una voz a mi espalda.
—Volvemos a coincidir —me giro lentamente y me encuentro con que es el ciego otra vez. Menos mal.
—Obviamente, sí —me escucho contestarle pedante, sin embargo, él, como si nada pasara, sigue con su entonación entusiasta.
—Me agrada la casualidad de nuestro nuevo encuentro. Mi nieto ha venido a buscarme y así podré presentárselo, está por ahí cogiendo no sé qué para el afeitado. ¿Sabe? —Se acerca a mí en señal de confiarme un secreto—. Creo que teme que me pierda o me pase algo... Ya sabe, por mi ceguera, y lo que él no percibe es que está mucho más ciego que yo.
—Ajá... —murmuro mientras voy llenando las bolsas de plástico sin entender lo que me quiere decir.
—Oiga, no me he presentado. Mi nombre es Florentino.
—Ajá —ya casi ni le escucho. Entre el pitido del escáner de la máquina, la bandeja con los polvorones que siguen ahí y su incesante parloteo, me estoy volviendo loca, por lo que he concluido anular el sentido del oído del lado donde se encuentra el anciano.
—¿Y usted es?
—Manuela —contesto de manera automática y bastante áspera sin frenar mi labor. ¿Es que este hombre no se cansa nunca?
—Bonito nombre.
—Si a usted se lo parece —cómo no se lo va a parecer, después del suyo cualquiera es bonito... ¿O no?
—Me lo parece. Oiga, pensará que estoy loco, pero ¿quiere tomarse un café conmigo? —¡¿Qué?! Lo miro boquiabierta llegando inmediatamente a la conclusión de que loco no, directamente del manicomio más bien. ¿A quién se le puede ocurrir invitar a alguien que conoce de cero coma, y de un supermercado?
—No, tengo cosas que hacer, gracias —“Por Dios, déjame ya. Qué hombre más cansino”, tras esta reflexión voy recogiendo las bolsas que no sé ni cómo he distribuido, ni si quiera sé si he metido lo que se puede machacar debajo de los bultos pesados. Menudo coñazo.
—Vendrá mi nieto también —insiste impertinente. Entonces me vuelvo hacia él sabiendo que aunque no puede ver seguro que me va a entender mejor que una persona que divisara perfectamente el gesto severo que puebla mi cara.
—Perdone, pero ya le he dicho que no. Por favor, no insista.
—Está bien. Veo que no es buen momento. La dejo tranquila. Pero otro día aceptará la invitación de un pobre ciego, ¿no?
Y para mi propio asombro me encuentro sonriendo ante el uso que hace de su minusvalía, pues inteligentemente, ha movido algo en mi interior que me hace responder sinceramente, para que tras escuchar mi contestación de nuevo me sorprenda.
—Quizás.
—Pues nada, ya no la molesto más.
Y se queda ahí esperando a que termine de recoger las bolsas sin mediar palabra. Sin embargo, su presencia es muy notable, llevándome a un punto de verdadera perturbación, y su nublada mirada dice más tras sus gafas que cualquier otra que tenga el don de la vista.
Y en el momento en que voy a echar a andar, el hombre, al percatarse de que ya me voy, se acerca y me dice que la próxima vez no aceptará un no por respuesta y que es una pena que no haya conocido a su nieto, aunque si me espero un momento así lo haré, y cagada ante la posibilidad de que un maravilloso bombero vea lo ridícula que soy y haga arder el infierno impúdico que tengo contenido en uno de los cajones de mi juicio, le contesto que si otro día nos vemos le prometo ir a tomar ese café y así quitarme de en medio rápidamente y no permitir que la posibilidad de conocer a su nieto se vuelva una realidad.
“Manuela, tranquila, ya estás fuera de peligro. Uf, menuda aventura acabo de correr” me digo mirando hacia la puerta del súper una vez estoy en la calle pero sin parar de caminar, pues, más que ir a casa, huyo del supermercado. ¿Te has fijado? He logrado salvar las tentaciones y provocaciones, con su correspondiente martirio y éxodo final. He conseguido evitar las grasas saturadas, esas que hacen crecer nuestras pistoleras, las que pintan de celulitis nuestra hermosa piel, aquellas que nos hacen pasar un verdadero calvario para lograr rebajarlas un par de centímetros; y cambiarme a las insaturadas, esas que duran poco en nuestro sistema aportándonos beneficios, siempre y cuando nos portemos bien encontrando el equilibrio entre dieta y deporte.
Ahora toca la parte más difícil, cumplir con mi promesa. Evitar a toda costa caer solo una vez, porque si eso pasa habrá una segunda y una tercera, hasta que olvide, completamente, qué me había propuesto el día que hice la compra semanal, por lo que cuando llego a casa, guardo todos los enseres y hago un menú de tres días para empezar y así no tener que pensar qué es lo que hago de comer para evitar trampas perniciosas. Como ejemplo, te pondré el día uno y así te haces una idea.
Desayuno: Café con leche desnatada y sacarina, tostada integral con mermelada de fresa light. No está del todo mal ¿eh?
Media mañana: Manzana.
Almuerzo: Merluza a la plancha, ensalada de lechuga y tomate, infusión. A simple vista está bien, pero recuerda que tengo el estómago de un elefante.
Merienda: Yogurt y café. Ya empieza a notarse el vacío en la barriga.
Cena: Menestra de verduras y una naranja.
¿Hace falta que te diga lo que hice al tercer día? Pues sí, me hice un buen plato de espagueti a la carbonara con algunos restos de la compra de la semana anterior y usé como servilleta el papel donde tenía escrita la dieta.
¡Vaya mierda! De nuevo he caído. ¡¿Dónde está la salidaaaaaaaa?!
©López De val
©Los fantasmas de mi cajonera.
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