Sensualízate: Una nueva ilusión... 4ª parte



SENSUALÍZATE: UNA NUEVA ILUSIÓN, 4ª PARTE.

…“Al rodearme con sus brazos me hizo sentir diminuta, frágil, expuesta a sus necesidades, entonces me di cuenta de que podía hacer conmigo lo que quisiera que yo, obnubilada, me dejaría llevar. Algo extraordinario ocurría entre nosotros. Una fuerza sobrenatural nos guiaba alejándonos de la línea de retorno.
Sí. Aquello estaba muy mal, pero llegados a ese punto no había marcha atrás, ni tan siquiera existía el recuerdo del evidente error que iba a cometer. 
El ambiente se había convertido en algo mágico. Allí sólo había dos cuerpos con sus dos almas. Un hombre y una mujer que ardían de pasión. No tenía ni idea de qué cosas se le podían pasar a él por la cabeza ante una situación así, de lo que sí estaba segura era de que su deseo era tan grande como el mío, se evidenciaba sobre todo en la erección tan imponente que sentía sobre mi vientre. Y aquello, para mi placentera desgracia, me enardecía aún más si cabía.
Mientras lo besaba ahuyenté con mis manos de manera imaginaria esos pensamientos negativos que me repetían sin cesar que era más joven que yo. ¿Y qué más daba? Para mí en ese instante, me repetí una vez más, en esa habitación sólo había un hombre, una mujer y unas necesidades que satisfacer. Aquello me hizo sentir mucho mejor, más ligera, fue como quitarme una tonelada de escombro apestoso de encima, consiguiendo así una desinhibición completa.
Rodeé su cuello con mis manos para luego bajar mis brazos por su dorso y comprobar así que, efectivamente, el ancho de su espalda no me permitía entrelazar los dedos de mis manos, un extremo de mis labios se curvó hacia arriba en un gesto de suficiencia por haber acertado con la talla, así como, por lo general, los hombres se enorgullecen al comprobar que no han errado en la talla del sujetador. Por su parte el chico, del que aún no sabía el nombre, no se durmió en los laureles y también comenzó a surcar el camino que le haría descubrir las zonas más necesitadas por su contacto de mi cuerpo. De ese modo, sentí el tacto delicado de sus manos sobre mis hombros al tiempo que el vello de toda la superficie de mi piel se erizaba de una manera casi eléctrica. Luego siguió un recorrido en donde la prisa estaba ausente por completo. Se tomó su tiempo en cada una de las acciones que precedían al acto sexual. Bajó sus manos hasta llegar a mi cintura y jugueteó sobre ella dibujando garabatos que abrasaban sobre mi dermis de una manera antes impensable para mí, y de la misma forma insana, para mi pobre corazón, que había llegado hasta allí coló una de sus manos bajo el tejido de mi camiseta ascendiendo: primero, por mi barriga, lo que hizo que un hormigueo extraño naciera en mi estómago; y segundo, por mis costillas provocando una humedad casi instantánea en los pliegues de mi centro que hervía en llamas. Por aquel sendero de perdición llegó hasta el aro de mi sujetador que de manera magistral sorteó con ambas manos. Casi no noté el movimiento con el que me desabrochó el sostén quedando holgado frente a mis pechos. Un jadeo de deseo brotó del centro de mi ser. Me estaba volviendo loca. Sentí como si no tuviese un puerto seguro donde anclar. Iba a la deriva como una colchoneta de aire que es arrastrada por la marea y el fuerte viento. Me di cuenta de cuán malo era aquello para mí, aquel chico tenía demasiado poder sobre mí. ¿Cómo podía ser así? ¿Cómo una mujer de mi edad, con mis vivencias, podía estar allí dándole igual todo? 
Y así era, a pesar de todas esas preguntas yo seguía allí esperando el siguiente paso que me acercaría más a las puertas del infierno.
Entre sus acciones y mis sensaciones, mi cuerpo correspondía de manera automática. Mis manos vagaban felices y fervorosas por su cuerpo. Quería conocer todo de él rápido, tenía la necesidad de memorizar cada arruga, cada poro, cada surco de su cuerpo. En mí surgió una urgencia que me hizo ser torpe y desordenada. 
A pesar de lo que se pueda imaginar, nuestros ojos estaban clavados el uno en el otro, bebimos de nuestros deseos a través de nuestras miradas. 
Después de sacar su camisa por la cabeza sin siquiera desabrochar los botones, contemplé su torso con mis dedos. Paseé mis yemas por cada una de sus montañas, llanuras y hondonadas y fui haciendo un dibujo de su cuerpo en mi mente entretanto no apartaba mis pupilas de la profundidad de las suyas. Fui testigo de la complejidad con el que el grisáceo de su iris se iba transmutando en un tono al que no supe poner nombre. De tarde en tarde dimos buena cuenta del sabor de nuestros besos, pero lo que de verdad nos hacía sentir eran las palabras mudas de deseo que brotaban de la expresión de nuestras miradas. El blanco de sus ojos para mí era el cielo, ese color indescriptible de su iris era mi puerto seguro y el negro azabache de sus pupilas era donde se encontraba el libro donde surgían las palabras que daban vida a nuestra pequeña historia. 




Entonces lo supe. En realidad me di cuenta en el mismo momento en que lo intuí entre los metros de tela vaporosa que lo rodeaban al fondo del salón, tenía la sensación de que algo que había ocurrido hacia un par de horas había pasado a ser algo lejano, como si hubiesen pasado meses e incluso años. Al rebuscar en la profundidad de sus pupilas tuve la sensación de reconocer a ese hombre como mío. Fue como reencontrarme con mi alma gemela y para más desconcierto descubrí que aquel chico estaba sintiendo lo mismo, me lo dijo la forma tierna en que habían cesado sus caricias para sujetar mi rostro entre sus manos y en la manera en que su entrecejo se arrugaba algo turbado por la intensidad del descubrimiento.
Lo supe. Lo supe en el mismo instante en que entró en la habitación, aun creyendo que era el camarero. Lo supe cuando se hizo el interesado al querer ayudarme a ordenar mi maleta y cuando sus manos me rozaron por primera vez.
Era suya. Para siempre. Al igual que él era mío.
Nos pertenecíamos. Pero no de una manera obsesiva y posesiva. Nos pertenecíamos porque en aquel instante nuestras almas estaban completas. Porque antes sólo éramos unos cuerpos construidos con mitades. Medio corazón y media alma que erraban por el mundo en busca de algo que nunca llegaba. Por eso nunca había sido del todo feliz. Por ello mi necesidad de correr a buscar algo que ni siquiera sabía qué era. Sin embargo, ahora estaba llena, completa en su mirada, en sus caricias, en su jadeo, en su cuerpo. Al igual que él. De eso estaba más que segura. No había ni una pizca de duda en esa certeza. 
En una fracción de segundo recordé que hacía algún tiempo había leído sobre el tema. Se trataba de las creencias de una tribu tailandesa, en la que se pensaba que el alma de una persona sólo era la mitad de otra y que hasta que no se encontraban no podían ser del todo felices. Quizá pasara toda una vida y llegara la muerte sin encontrar esa mitad; quizá tu mitad aún no había nacido; o puede que ya estuviera muerta esperando a reencarnarse en alguien que le permitiera seguir buscando la otra parte que la completara. Me gustó aquella idea, en su momento me pareció algo romántico, mágico, pero irreal. Sin embargo, estando en los brazos de aquel chico comprendí que era verdad y que gracias al cielo yo había tenido la oportunidad de encontrar mi mitad, aunque fuese más joven, aunque la diferencia de edad fuese considerable, yo tenía a mi mitad, de una certeza tan rotunda como que existía la noche y el día.
Paseé mi dedo índice por el puente de su nariz y marqué la forma de sus cejas reconociendo sus facciones. Me deshice en la carne de sus labios y en su mentón marcado. Lo estreché entre mis brazos. Para mi desconcierto quise reír y llorar, aunque no llevé a cabo ninguna de las dos cosas. Estaba segura de que una vez terminara todo, con lágrimas en los ojos me reiría arrepentida. Uno por lo sentido, otro por lo vivido y, por último, por lo imaginado. Estaba completamente loca. Nadie en su sano juicio sería capaz  de hacer lo que yo, al igual que nadie sería capaz de creer o entender los sentimientos y la certeza con que mi corazón estaba sintiendo. Era un sinsentido. Y sin embargo, para mí uno maravilloso.
El resto de las acciones transcurrieron en una especie de comunión entre el cuerpo físico y el inmaterial. Nos amamos de una manera íntima. De tal forma que si hubiese habido alguien vigilando habría decidido irse dejándonos en completa intimidad. Por que aquello era demasiado profundo. Lo que en un principio se presentó como el más puro acto sexual se transformó en algo inexplicable. Hermoso, como cuando el bosque invernal se llena de colorido. Bello, como el sonido sorprendente del nacimiento de un manantial. Único, como el desconocido fondo del mar. Y amplio, como el infinito.
Enredamos nuestro sudor. Tatuamos nuestra saliva en nuestra piel. Dejamos el olor de nuestras caricias en zonas antes, aparentemente, inexistentes para el acto sexual. Y nos hicimos uno. 
Tras ponerme sobre la mesa, entró dentro de mí de la misma forma en que yo invadí su mente con mis gemidos; de manera atropellada, como “el dedo de Dios” toca tierra devorando todo a su paso. No hacían falta palabras de aliento para enardecer al contrario. No hubo letras que llenaran el espacio silencioso a nuestro alrededor. No necesitamos acudir a sílabas para que no decayera la intensidad de la pasión. Nuestros gemidos eran ininteligibles, una forma de expresión producto del intercambio de placer que llevábamos a cabo de forma caótica a pesar de la tranquilidad con que entraba en mi interior.
No quería que terminara, me negaba a dejarme ir por completo, pues eso sería el final de nuestro reencuentro, con el que se esfumaría la magia. Si bien, su buen hacer me estaba acercando al límite de mi resistencia. Oleadas de mensajes eléctricos comenzaron a llegar a mi cerebro derribando todo a su paso. De ese modo, tras observar la mueca de placer que mostraba su rostro varonil, me dejé ir junto con él en un orgasmo que llegó galopando invadiendo todo mi ser, obligándome a arquear mi espalda sobre la mesa de aquella salita testigo de tantas emociones desatadas en cuestión de minutos.
Allí quedé con aquel hombre derramado sobre mí, el cual continuó depositando pequeños besos en mi cabello y rostro sin un patrón justificado. Lo mismo me besaba en los párpados que de igual manera lo hacía en el nacimiento de mi cabello, que en la barbilla o en la comisura de mis labios. Me sentí adorada. Nada de lo que había pensado en un principio había ocurrido, no me sentí ni sucia ni arrepentida. No obstante, aquello ya había terminado y debíamos escribir la palabra fin a algo que en realidad no debía de haber ocurrido, pues su edad y mi criterio así lo ordenaban.
Por ello, sujeté su cara entre mis manos y alineé sus ojos con los míos.
–¿Así, sin más? – Preguntó con una mueca donde entre la relajación con que hablaba se podía ver cierta alarma.
Asentí a duras penas…”

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